Se me acusa de no saber sobrevivir. Se me acusa de esperar que todos y todas me solucionen todo. Se me acusa de ser un ser gregario y no solitario. De creer que la comunidad aún sirve para algo. Que los seres humanos aún podemos ofrecernos algo. No se me acusa cuando doy. Tampoco se me arrincona por ofrecer: agua, vino, queso, pan, oídos, sonrisas, música, poemas, teatro, palabras. Es quizá tan poco lo que doy que consideran no puedo pedir nada. Cuando a cada segundo me estoy dando. Me estoy entregando. Me deben y deberán aún cuanto he escrito. Aunque con mi dinero aparentemente no pague. Mi dinero es el dinero del mundo y el mundo es el dinero de la levedad de estar y ser. Dichosos ellos, que a mí no el saber. Sólo el querer saber, me ha costado grande. Dichosos los que saben sobrevivir, dichosos los que nunca piden nada. Dichosos los que creen todo lo dan cuando al nombrar lo que dan ya han perdido la gracia. Y lo han dejado de dar todo aunque en apariencia todo lo hubieran dado. Un día llegará la muerte y no tendrá sus ojos, tendrá los ojos propios de Pavese, los ojos azules del gigante de Hikmet o los ojos gatunos de mi Elena. Un día el que todo lo dio lo perderá todo y el que todo lo perdió lo obtendrá todo. Un día no se le temerá a la autobiografía por querer quedar bien con los editores. Un día todos tendrán vidas tan interesantes que serán dignas de ser contadas o se horadarán a tal fuego que no quedará nada del yo y todo será un nosotros. Mi fragilidad es el fuego. Mi eternidad el incendiarme. Cada día soy otra y nueva y otro y nuevo y viejísima y contemporánea y anacrónica y estampita de los años veintes. Un día vendrá la vida y obtendrá mis ojos. Mis ojos abiertos y lacerados por la incomprensión. Mis ojos que todo piden y todo dan aunque en la fragilidad de ser como el invierno o el viento nadie lo note. En mi eternidad de nube o agua del mar que es tan natural que a nadie se le ocurre el mar en olas también se da. Como si fuera su obligación. Nada hay de especial en que el sol salga a alumbrarnos. Sin embargo mucho hay de especial en que alguien haga algo en este espacio minúsculo al ofrecer algo. Contradicción profunda. Mundo humano desquiciado. Amo más al pez que en su desesperación de ser arrancado del agua se azota contra el aire y la arena renegando por su estupidez de ser atrapado. Así reniego de mi estupidez al caer en manos ajenas que consideran todo lo han hecho. Déjenme entonces ser sólo el pez que surca las aguas y si es atrapado por una red. No me salven, no me ayuden, no pretendan cuidarme cuando cuanto quisieran es desahuciarme abrirme arrancarme las tripas para tragarme en sus sartenes. Dejen sus miserables trastos a un lado. Sean cínicos o descabellados. Sólo observen cómo me tragan. Sólo miren cómo me degluten. No sean sensibles ni buenos ni buenas samaritanas. A quién o a qué pretenden conmover. A mí no me conmueven ni conmocionan. Así me hubieran dejado en las calles tragándome mis propias manos. Aún así sobrevivo. Soy supraviviente. SOY. Y eso no cualquiera. El otro día en Coyoacán un niño muy pequeño le gritaba a una estatua: hola, señor. ¡Hola, señor! y le parecía extrañísimo que la estatua no le contestara. Llegó su hermano un poco más grande, tocó la piedra de la base y le dijo: creo que es una estuata. El niño todavía le gritó: ¡Adiós, señor!.
El llegar a tu espacio, es como haber arribado a un terreno conocido. De hecho creo que tengo un post muy similar a tu entrada anterior en mi blog. Seguramente volveré por aquí. Es irremediable regresar a lo que forma parte de uno mismo.
ResponderEliminarSaludos.
Karla, este espacio por supuesto que es nuestro espacio y seguiremos caminando por estos pasos cibernéticos. También tu palabra está llegando a la mía.
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