En la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería del año 2012 llevé a cabo un pequeño homenaje a Elsa Malvido. Armé un pequeño guión con fragmentos de su obra. Este día, conversando sobre la muerte y los mexicanos, recordé los textos de Elsa y decidí compartirlos. Aquí va una parte de dicho guión:
¿Será verdad que es una condición del ser mexicano el no temerle a la muerte? ¿Y usted cree que somos los únicos que hemos adorado y celebrado a la muerte? Pocas veces se pone uno a reflexionar acerca de las costumbres. Un ejemplo es el gran mito sobre el Día de Muertos en México, fecha que se ha convertido en un lugar común promovido por la industria turística nacional e internacional. Alimentado por intelectuales nacionales y extranjeros hoy es declarado patrimonio intangible de la humanidad.
Sin embargo, cuando uno profundiza en el estudio sobre la muerte, sus ritos, costumbres y protectores, no puede creer todo lo que los medios de comunicación
dicen sin ponerlo en tela de juicio, sobre todo cuando
se ha tenido la fortuna de observar esta celebración en otros países del mundo católico y protestante.
Desde los años cuarenta del siglo XX se ha dicho que
México es un país escatológico y morboso; que
sus pobladores se burlan de la muerte, juegan con ella y se la comen virtualmente convertida en dulces de azúcar; incluso se ha dicho que en México hasta la muerte
es dulce.
Usted, cuando piensa en la
muerte, piensa que es algo dulce?
Tal idea se apoya
sobre
todo
en una gloria nacional de las letras y
premio Nobel, el fallecido Octavio Paz, quien
afirmó en uno
de sus más conocidos textos: “También para el mexicano moderno la muerte carece de significación.” Ah! Una aseveración muy fuerte, no creen? Esta frase lapidaria ha hecho ver a los mexicanos como seres de otra especie, distinta a la mortal y humana, eso sí, ¡muy digna de ser poetizada!
Para esas fechas de
las que estamos hablando, aproximadamente 1930, el país tuvo un fuerte repunte económico debido entre otras cosas al gobierno de Lázaro Cárdenas, a la nacionalización de sus ricos yacimientos petrolíferos (hoy agotados) y a la inminencia de la Segunda Guerra Mundial. La vida intelectual logró tener un impacto internacional destacado, antes
desconocido, de carácter
populista, laico, más bien anti católico, siendo descubierto el folclor
y
la mitad de
sus habitantes, los indios. Su
vida, ritos, explotación, padeceres, etc., se pusieron de moda, la memoria y el olvido históricos tampoco son exclusivos de los mexicanos, por etapas el país olvida a sus campesinos, les cambia de nombre y de repente los reconstruye
como indios, con ayuda de los antropólogos los reinventa políticamente.
Con Cárdenas
en la presidencia, a lo mexicano
se le identificó con el grupo prehispánico más desarrollado a la llegada de los conquistadores, los mexicas, y a ellos se les atribuyeron
ceremonias
que ignoraron los 300 años de colonización española, un siglo de independencia y diez años más de revolución. ¿A qué viene todo esto?, a entender que los intelectuales
de entonces rescataron y recrearon algunas costumbres populares coloniales, católicas y/ o romanas paganas, y les asignaron un nuevo sentido, entre ellas a las fiestas de Todos Santos y Fieles
Difuntos, otorgándoles un sentido
prehispánico y nacional, difícil de probar pero fácil de creer. Lo que no podemos negar los mexicanos es que la muerte para nosotros sigue siendo cercana, familiar y doméstica, ya que a pesar de los avances científicos, la desigualdad social
es
evidenciada por
la alta
mortalidad infantil y que si bien la esperanza de vida hoy alcanza los 80 años de edad y más, pocos serán los campesinos
y las clases bajas quienes logren llegar a los
50 años. Además de los 60 000 muertos
con los que nos hemos engalanado en el último sexenio.
Por estos factores y otros que no vienen al caso la muerte en México continúa
formando cercanía y cotidianidad
de una gran parte de sus 100 millones de habitantes.
Si bien
se ha insistido en que fueron
los egipcios
y los tibetanos quienes dedicaron parte importante de su vida y celebraciones al “más allá”, sabemos que el temor a la muerte es y ha sido universal y que la diferencia estriba en que esas culturas dejaron
escritos que se han podido
conservar y traducir a nuestros
idiomas, amén
de que
permearon a casi todas las
religiones que les precedieron, incluida la católica.
¿Es que hemos olvidado que los museos del mundo, los centros históricos, monumentos ceremoniales y sus
tesoros reconocidos
como patrimonio arqueológico de la
humanidad, son resultado
en su mayoría de rituales dedicados
a la memoria de la muerte?
Por ejemplo, en el mundo antiguo: las Grandes Tumbas Sagradas de
Pekín
y Shian, así como
los templos budistas; las pirámides mayas e incas; el Tahj Majal y su contraparte en la India; las abadías, santuarios, iglesias, templos católicos sepultura de santos asiáticos, europeos y americanos; las mezquitas
de Casablanca y del mundo islámico en general; o bien del mundo actual, las de Lenin en Moscú, Mao Tse Tung en Beijin, Franco en España o el Ángel de la Independencia y el Monumento a la Revolución Mexicana, por citar los ejemplos
más conocidos.
Después de las pestes del siglo XIV, el 2 de noviembre del calendario cristiano se dedicó a orar por todos los Fieles Difuntos, es decir, los católicos del mundo conocido, ya que
al inventar la Iglesia una tercera opción de la geografía
del inframundo católico, el Purgatorio, dio oportunidad a que los fieles creyeran que gracias a sus plegarias y las de otros (sufragios), les otorgarían la licencia para salir del purgatorio en poco tiempo o para evitar la vida eterna en el infierno, el peor temor de esos siglos. El 1 y 2 de noviembre de alguna manera sirvieron tanto para recordar a los ancestros lejanos y cercanos, como para pedir perdón por los
pecados, haciendo una reflexión sobre la
fragilidad de la vida y la esperanza de resucitar, sin olvidar que “polvo eres y en polvo te convertirás”, pero bien sabido es que “el muerto al hoyo y el vivo al gozo”.
Los testamentos después de la invención del purgatorio
empezaron a modificarse para destinar grandes fortunas para las misas y plegarias de difuntos, o bien para que algún pariente pobre entrara a formar parte del clero y dedicara su vida a
rezar para el perdón de los pecados de su beneficiario; a
esto se le conoció como obra pía
Por su parte, los romanos un día de su calendario, no sabemos cuál, esperaron según sus creencias el retorno de las almas de los muertos y a las 12 de la noche el pater familia lanzaba al techo de la casa unas habas que aún en Italia se hacen de dulce
y se llaman fabis dei morti, para avisarles que ya podían volver al mundo de los muertos, que no se quedaran entre los vivos. Esas habas de dulce, sin contexto ritual en México, las sigue confeccionando la dulcería española “La Cubana”.
Esta tradición con algunas variantes
la hemos
encontrado hace dos años en España, pues en Santiago de Compostela
y en Galicia en general, el día 31 de diciembre se deja la
mesa puesta
para que vengan los muertos familiares y compartan la comida de fin de año; en Sicilia se cree que los ancestros vienen y les traen regalos y dulces a los niños de la familia el 2 de noviembre.
En el siglo
XIX, los
costumbristas Altamirano y García
Cubas se refieren a una parte de estas tradiciones como bárbaras.
Los pobres e incultos
ese día ponían
la mesa del comedor en
la noche esperando que a las doce de la noche, las almas de los muertos vinieran a comer.
Esta costumbre romana
y pagana, llegó
a México con
los castellanos y en particular
con los gallegos, pues
muchas
de las costumbres paganas las
conservaron los
católicos, como las piras funerarias
que
fueron tan destacadas en la Nueva España.
Por la noche los del pueblo bajo, que sólo concurrían al paseo de la Plaza hasta las diez de la noche, hora en que irremisiblemente se cerraban
las casas de vecindad, ya en sus hogares encendían las
velas en el altar de sus ofrendas, consistiendo
en biscochos, fruta
y dulces, tamales y calabaza cocida; todo preparado con el expreso fin de que a la medianoche tuviesen
qué cenar sus deudos difuntos. Además de ser supersticiosa tal costumbre, es estúpida, por cuanto a que no realizándose el esperado hecho, tan contrario al orden natural, la gente se mantiene en sus treces, y cada desengaño sólo sirve para engullir, al
día
siguiente, las golosinas o distribuirlas a veces, entre sus amistades.
Al parecer estas dos celebraciones se unieron desde el siglo XVIII en México, se tornaron en una danza macabra que duraba dos días enteros y continuó trastocada en una fiesta popular en la Ciudad de México durante todo el mes de noviembre, conociéndose como el “Paseo o Verbena de Todos Santos”, o—en un sólo documento muy tardío del México independiente—
el “Paseo de los Muertos”
el 1 de noviembre de 1821 la gente, después de visitar las iglesias, terminó su recorrido en la Catedral frente
a la Plaza de Armas o Zócalo, donde
se desarrolló la Verbena de Todos Santos.
El Ayuntamiento de la Ciudad de México ofreció al mejor postor cada mes de octubre
la organización de esta verbena
por medio de un rotulón. Dicho postor debió de contratar, a su vez, espectáculos decentes y permitidos para toda la familia, y ofrecerlos a precios accesibles. Tuvo que cubrir los sitios para el baile y las obras de teatro, cuidar de la iluminación, limpieza y
buen trato a los jardines que había entonces.
Se permitió
poner carpas o salones
para presentar obras de teatro, sobre todo
de marionetas con óperas italianas (como las de los Hermanos Rosete Aranda), carruseles de caballitos, juegos de dados, puestos de dulces, frutas y artesanías que trajeron los pobres de los alrededores para la venta. El 10% de
las ganancias
obtenidas fue entregado al Ayuntamiento. El baile se anunció con rotulones pegados en cada esquina y
costó el asiento
6 reales.
Los puestos
de frutas y dulces se toleraron, a decir de las autoridades, porque
“muchos pobres especulan en varios espectáculos y se beneficiarán mostrándoles la equidad del nuevo gobierno”.
Sin embargo, los postores generalmente salieron con fuertes pérdidas. Entre algunas
de las explicaciones
que
dieron
eran “la escasez de recur- sos de todas
las clases de la sociedad han sido una
calamidad para
esta clase de espectáculos”, además
del mal tiempo que aparecía en esos días. Año con año
los postores solicitaron ampliar los días de uso del espacio para aminorar las pérdidas ofreciendo a bajos precios sus espectáculos. De esta manera, encontramos casos en que se continuó hasta enero del año siguiente, ocasionando serios
problemas a quienes debieron de transitar por esos sitios (como hoy los
vendedores ambulantes; nada nuevo bajo el sol).
Debieron limpiar todo
antes
de entregar
la plaza al Ayuntamiento y tapar los hoyos hechos para poner los horcones, así como pagar los daños causados a los jardines.
A partir de 1871 no hubo postor y el Ayuntamiento se tuvo que hacer cargo de realizar la festividad, bajo el argumento de que “no es oportuno combatir la vieja costumbre”, Al parecer durante los años del porfiriato la festividad fue mejorando pues
el Ayuntamiento
empezó
a tener
ganancias, con las que se compró “una máquina
de vapor y otros útiles para
servicio del taller del
Gran Círculo de obreros y la cesión se extendió a la Escuela Correccional de Artes y Oficios”. A cambio de esta romería se prohibieron
a partir de 1844 los paseos a los panteones el 1 y 2 de noviembre, aunque dudamos mucho que se haya respetado tal prohibición.
La novedad para la muerte y sus habitantes fue el tratamiento al cuerpo muerto después
de la primera pandemia de cólera morbus de 1833, cuando las autoridades exigieron que los muertos se exhumaran
definitivamente fuera de las iglesias porque sus pisos debieron ser encementados para evitar cualquier
abuso clandestino. Así surgió el nuevo
espacio
ritual, distinto
al que se había usado por tres siglos. Los panteones se situaron siguiendo las consejas
borbónicas; fuera de poblado, en alto, donde crucen los vientos para no contagiar a los
vivos con los
miasmas.
Así, acudir el 2 de noviembre
a visitar a los muertos
sonó
bastante extraño, al igual que imaginar
que
engalanaron sus sepulcros. Esto nos explica algunas de las costumbres que damos por ancestrales
y familiares, que a decir de los escritores
de la época, resultaron
para ellos no sólo novedosas, sino un tanto exóticas e irrespetuosas:
Ya se sabe que en México hay ahora nuevos cementerios, y de diversas formas usadas en otro tiempo. El cementerio Francés, el de la
Piedad, en el mismo rumbo, el de Dolores, en las colinas de Tacubaya, los dos de Guadalupe, el de San Fernando (cerrado), el del Campo Florido al sur de la ciudad y el de los Ángeles al noroeste. Allí están enterrados los huesos
de los muertos
a quienes tienen
que llorar los mexicanos. El día de Todos Santos en la tarde unos
pobladores de
la capital concurrían, como hoy a los templos, para visitar las reliquias de los bienaventurados que en ellos se veneran
y
otros dábanse prisa para disponer todo lo concerniente a la compostura en los panteones de los sepulcros
y monumentos que
habían de aparecer
el día siguiente vestidos de gala.
Para hacer la visita a estos espacios que quedaban en las afueras de la
ciudad, se tuvo que tomar el tren de mulitas o hacer grandes caminatas entre charcos y lodazales. Al borde de esos caminos se pusieron puestos
de toda clase de comida y bebida, entre las que destacaba el blanco y maravilloso pulque.
Por supuesto cuando la gente llegó hasta los nuevos
panteones se encontró agotada, hambrienta y
sedienta. Entonces, junto con las flores y los adornos de las tumbas, sacaron y consumieron la comida y la bebida.
Adornar
las tumbas con
mantones de
Manila, encajes
bordados, floreros y candelabros de plata o Sevres, flores y velas era una
situación inédita. Por
último, el pueblo desfiló para calificar la belleza y riqueza de las
tumbas, así como el buen gusto, al tiempo que se “aprovechaba la ocasión para lucir a las hijas y
para completar el cuadro ¡beber y comer sobre y con el muerto!”
Después la muchedumbre comenzó a salir [de los panteones] pero no como sale una muchedumbre abatida y llorosa, sino como se desencadenaban las
turbas de la antigua
Roma[...] cuando
se inauguraban las Saturnales[...] por todas las calles
de
la ciudad circulaban todavía a media noche, los animados grupos afligidos, cantando y bebiendo. Las celebraciones de
Todos Santos y Fieles
Difuntos han sido
fiestas de
guardar en
el mundo católico, pero los intelectuales mexicanos las
volvieron
mexicas
y prehispánicas, y los antropólogos se lo han
creído. Sabemos que la cultura se reinventa cada día y
hoy
Halloween es parte de nuestras
celebraciones, pues hemos
pasado
a ser el traspatio
de Estados Unidos, aunque ya desde 1930 en el centro de México el altar de muertos y el adorno de los panteones desde 1860 son expresiones de nuestro pueblo. Algunas veces creemos que las tradiciones son ancestrales, pero nos damos cuenta de que no es verdad. Hoy tratamos de poner en su lugar y su tiempo algunas tradiciones de nuestro pueblo
declaradas
Patrimonio Intangible de la Humanidad.
Es
un poco absurdo pensar que se hubiera permitido sobrevivir a las costumbres que durante tanto tiempo se
empeñaron en destruir. No es que me interese en particular desmitificar una falsa idea sobre el mexicano y su amor patológico por la muerte. La clave está en poner en su sitio, con bases documentales, serias, el cambio de las costumbres funerarias, para
entender mejor por qué
tenemos tal o cual actitud
y no otra; para saber que la concepción de la muerte es producto de la imposición manipula- dora que los grupos de poder tienen sobre nuestro ciclo vital, y ser concientes de que los rituales, al igual que nosotros, son perecederos y modificables, pues de otra manera
la antropología y la historia no tendrían
qué hacer. "Los mexicanos ven la muerte de muy
diversas maneras, no hay una sola manera de ver la muerte. Eso sí, como
animales que somos le tenemos miedo, mucho miedo”. Actualmente se prefiere una
muerte rápida, sobre todo de enfermedades cardiacas, para no padecer,
cuando anteriormente la muerte deseada era la del sufrimiento, con lo que se
acortaba la estancia en el purgatorio, según el catolicismo. Excepcional
el caso del poblano Andrés de Carvajal, quien dejo pagadas 6000 000 misas.
Estas disposiciones fueron para aquellos que tuvieron algo que testar ya que la
mayoría no gozo de ellas “por ser tan pobres”, a decir de las actas de
defunción; sus almas esperaron la compasión de sus familiares y de los demás cuando se rezo por el ánima
sola. Aunque la muerte fue democrática, la iglesia no, así que los pobres
fueron enterrados en los atrios o fueron a la fosa común, ayudados por alguna
cofradía penitencial. Entonces, la mal muerte, como contraparte de la buena
muerte significó no tener al alcance dichos sacramentos, morir súbitamente o
por accidente, ser enterrado fuera de sagrado y no haber dejado en orden sus
últimos deseos, lo que garantizo al creyente terminar eternamente ardiendo en
llamas del infierno, para su gran horror.
Otra
veneración que se considera reciente y mexicana, y tampoco lo es, es el culto a
la Santa Muerte. Hablemos de “la vida”
de la Buena Muerte y su trasformación en la Santa Muerte la cual tiene la
intención de entender la manera en que el hombre crea, reinventa y deshecha
algunos símbolos, dependiendo del momento histórico. Aunque la Santa Muerte
parezca una novedosa veneración popular, mexicana y no católica, sabemos que
desde finales del siglo pasado se comparte su culto con otros países
latinoamericanos de tradición cristiana. Si bien presenta algunas variantes y
diferentes nombres, su origen occidental es innegable.
Para seguirle los pasos tenemos que ir hasta el medioevo, cuando la Iglesia
católica predicó la Buena Muerte, bajo la cual los creyentes conformaron
cofradías y congregaciones para evitar tener una Mala Muerte.
Por estos motivos y otros de tipo histórico-epidemiológico, como la peste, “la
vida de la muerte” tuvo una larga gesta católica que se remonta en Europa hasta
el siglo XIII y se insertó en el Nuevo Mundo después de la conquista en sus
distintas versiones en todos los virreinatos.
Su construcción iconográfica fue manejada en cinco versiones: el cráneo con los
fémures cruzados, el cráneo simple, el cuerpo humano casi etéreo, el
semidescarnado y el esqueleto seco.
El
temor a la muerte y a la vida eterna en
el infierno en países de tradición católica se mantiene vigente aunque Octavio
paz haya dicho lo contrario sobre los mexicanos. La necesidad de creer en la
inmortalidad y la trascendencia es algo que sin importar los tiempos
compartimos con la especie humana.
Sin
embargo, en las épocas en la que el ser humano esta amenazado de muerte y esta
se adueña de las calles y penetra a las casas, el esqueleto y el cráneo han
sido de sus escondites para exigir su culto en la segunda guerra mundial, los
nazis pintaron cráneos en sus cascos como los piratas, y en sitios como las
distintas cárceles del mundo, en diferentes tiempos y sin importar la cultura,
los presos se ha hecho tatuajes que representan a la muerte. Así mismo cuando la
mortalidad masiva y cotidiana producida por la peste hizo que la muerte en sus
distintas versiones se apoderan del arte, persiguiéndolos a todos, el pueblo se
identifico con ella y la uso como protección hoy el mundo padece una guerra
¨fría¨ donde la inseguridad, la pobreza, las drogas, la muerte y los vicios se
subliman y ese miedo ha sacado a relucir a la imagen ex católica de la muerte;
la gente demanda su protección contra el nuevo y mas antiguo temor, el dejar de
ser.
A
pesar de las persecuciones y asedios de la curia católica y gubernamental, la
santa muerte ha sobrevivido y queda claro que con o sin registro oficial
seguirá siendo importante mientras no se solucione la inseguridad en este país
su culto es muy amplio y en los últimos diez años se ha incrementado
sustancialmente, mientras que los rituales y las oraciones en su honor como
ella misma, se reinventan.
Desde que México
sustituyo a Colombia en el narcotráfico, las necesidades insatisfechas de los
mexicanos sin trabajo, sin esperanza y mucho riesgo, la han patrocinado, lo
cual no fue producido por la santa muerte si no por los gobiernos globalizados.
La explicación resulta ser muy simple, los mexicanos saben cada día cuando
salen de sus casas pero no si regresaran vivos, asi que su única aliada puede
ser la misma muerte.
Elsa Malvido Miranda
también conocida como “La malvada Malvido” nació el 14 de febrero de 1941 en el
Distrito Federal. Inició su formación académica en la entonces Escuela Nacional
de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM donde estudió Periodismo.
Posteriormente, ingresó a la Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde
encontró su gran vocación.
Realizó dos maestrías en Historia, una en el Colegio de México (1965-1967) y la
otra en la UNAM (1968-1970). Se integró al INAH desde 1967, donde tuvo una
ardua participación como investigadora y coordinadora de varios proyectos,
exposiciones, seminarios, congresos y curadurías.
Además de los estudios que desarrolló a lo largo de 39 años en la DEH, también
participó en la edición del disco Suenen
tristes instrumentos, música funeraria mexicana (2001). Así mismo,
fue fundadora y curadora del Museo de la Muerte en San Juan del Río, Querétaro,
en 1996.
Trabajó durante 44 años
en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH-Conaculta), en donde
desarrolló investigaciones de largo aliento sobre el devenir de la salud, la
enfermedad y la muerte en México.
Fue una de las más reconocidas investigadoras de la Dirección de Estudios
Históricos (DEH) del INAH, donde coordinó el Taller de Estudios sobre la Muerte
desde 1987, el proyecto Salud-Enfermedad de la Prehistoria al Siglo XXI a
partir de 1986, y el Seminario de Demografía Histórica en el que comenzó a
trabajar desde 1970.
Una de sus mayores aportaciones fue el Congreso Internacional sobre Salud y
Enfermedad de la Prehistoria al siglo XXI, foro multidisciplinario que se lleva
a cabo cada año desde 1988, entre los meses de agosto y septiembre, para
discutir temas en torno a problemáticas que en materia de salud enfrenta la
población mexicana incluso desde tiempos remotos, y hablar de personajes
históricos en el ámbito médico.
Además, formó parte de diversos proyectos de investigación del INAH, entre
ellos “Chapultepec, cementerio de San Miguel Chapultepec” (2004-2007), “Las
catacumbas del Templo de San Agustín, Aguascalientes”, junto con la Secretaría
de Obras Públicas de ese estado (2005-2007), y “Las momias de México”
(1999-2008), en el que hizo labor de catalogación para la Dirección de
Antropología Física de este Instituto.
Por último, citaré
algunas opiniones de Elsa durante una conferencia que llevó a cabo:
Dijo que los mexicanos
temen a la muerte porque no hay regreso y representa el olvido y el fin, aunque
en la primera mitad del siglo XX se "fabricó políticamente" la idea
de que nos reímos y burlamos de ella.