Hay un in pace. Un silencio. Un incendio que parece no se terminará nunca. Hay un: arráncame el cuerpo porque la vida ya no camina y me engaña diciéndome que no me soy laberinto. Que el Minotauro no existe. Y me doy de bruces me doy de cruces contra la verdad. Contra la pared de cada uno de los lados que me fortifican que me enlazan me dictan. Estoy llena de llaves. Cada llave, cada vuelta, abre puertas de casas que no conozco. Me he quedado paria. Parida como aquel niño que nació pez y fue arrojado a las calles. Colecciono mi propio perfume. Mi propio darme en cada asesinato que perpetro contra mi cuerpo en cada negro espacio que se abre para dejar de mirarme y arrojarme con los ojos vendados a romper piñatas que un día se derramaron sobre mi cuerpo como si fueran cataratas. Un lamer hígados y retinas que revientan como globos sin fiesta. De niñas nos enseñan a recatarnos. Yo bailaba can-can y enseñaba los calzones rojos y floridos la liga que ensalzaba mis piernas y mi lunar más ennegrecido frente a la boca como si me mirara Toulouse Lautrec. De pequeñas nos piden que cerremos las piernas. Si las cerramos la humanidad se acaba. Hay que abrirlas, hay que abrirnos solas y dejar que entren que salgan que se conmocionen y se levanten. Hay que hacer con nuestros cuerpos miles de Lázaros. Hay que unirnos las negras y hacer una revolución con el vacío al que hemos sido arrojadas de tanto amarnos amasiarnos perpetrarnos con la palabra la imagen y el pensamiento. Que este transitar no sea sólo fuego sino también agua. Hay que arrojar la sangre de nuestras menstruaciones al mar, a los lagos, para que se nazcan miles de hijitos sangre de hembras que de tanto ser blancas se volvieron oscuras. Nuestro paso, pies de tierna carne que se arroja sobre las brasas. No por eso deja de ser canto. Que se crucifiquen las que ya no sirven para la vida. Las que tienen cinco o diez o veinte o cuarenta o sesenta o cien años y no han sabido partirse la boca contra las banquetas de la imaginación.
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