lunes, 8 de marzo de 2010

Una esquina con flores después del Minotauro, un respirarse para adentro y para fuera. Ser aquel incendio que nunca se incendió

Hay una desfragmentación en el silencio, un desdoblarse en otros, un convertirse en otra y dejar lo que eras. Un reflexionarse desde ese otro espacio donde la tierra sigue siendo la tierra y tú ya no estás en ella. Un ocuparse de aquello que había perdido sentido. Un tocar con los dedos del cuerpo y el espíritu el entorno que te rodea. Volver a re-conocer lo cotidiano. Encontrar en un espacio tu otro yo. Darle el justo justísimo valor a cada luna cada sol cada tiempo que es el mismo y que sin embargo se multiplica se beatifica. Un cada momento llorarse. Decirse: cómo estuve tanto tiempo perdida. Un salir del Minotauro. Ser Ariadna, el Hilo, Teseo, y el Laberinto. Agregar el espejo por donde te fugas, te representas. Figurarte en otro futuro en otro sueño. Creer que la vida puede construirse desde ese otro lugar. Que la tierra es infinita y le brotan flores por todas las esquinas. Cortar las flores para adornar tu cuerpo, llenarte de sol. Empaparte bajo el agua que te escucha desde adentro y sale para mirarse sobre tus mejillas. Rotas. Incendiadas. Que vuelven a ser carne gracias a la laceración y al caer sin sentido sin camino de los goterones que salpican tus adentros cuando no se asoman. Cuando no los miras. Los multiplicas. Y un buen día salen como una presa que se desborda. Como una tormenta, un tsunami que proviene de las entrañas de un solo cuerpo que es los cuerpos todos. Los silencios todos. Lo callarse tanto. Lo reventarse un día. Lo que ya no se aguanta y busca canalizarse. Salir de sí. Fugarse. Para volverse camino de nuevo. Río. Incendio. Mar. Caminar sobre las aguas. Salir por el hilo delgado de la seda. Mirar las líneas de las manos. Descubrir cómo cambia la carne y se surca. Bifurca. Carne somos y en carne nos convertiremos. Piel deshecha por el llanto que se acuna sobre los hombros de todos los caminos que llevan al caminante, a la que camina. A los que caminan. Vaciarse de sí para volver a Ser. Mirarse. Otoño, Primavera, Verano, Invierno. Invierno. Primavera. Verano. Otoño. Primavera. Verano. Otoño. Invierno. Verano. Primavera. Otoño. Invierno. Qué reloj puede contar los días todos los ojos todos las pieles todas. Que han vivido sobre la tierra. En qué lugar recóndito del alma se agazapa aquel aquella que somos para un buen día saltar y agarrarnos por los cuernos. Amansarnos. Adiestrarnos. Cabalgarnos. Como aquellos aquellas que nunca se han mirado en el río y se han encontrado hermosos. Admirarnos de la hermosura del agua que parece que se posa sobre el árbol y del árbol que parece que se mece sobre el río. Cantar con toda la garganta de las vértebras que estallan. Que Buscan. Que se Encuentran. Luego, como en un remanso, recostarse sobre la arena perdida de una playa en otra ciudad que nos somos. Que nunca nos dejamos de ser. Que seguimos reproduciéndonos. Sin sentido. Sin banderas ni fortalezas ni caminos. Seguir llegando como si nunca nos hubiéramos ido. Adentrarnos en el bosque y encontrar los árboles señalados. Las semillas que dejamos para regresar. Sin habernos ido. Sin estar. Y un buen día encontrarnos sin nombre y con todos los nombres del mundo colgando de nuestros brazos. Ceiba que se reproduce sobre los ojos del agua. En un rincón del universo, una risa estalla. Una nueva vida se asoma. Y no es un plagio decir que sólo vinimos a vivir sobre la Tierra. Porque la vida estalla y no hay corazón ni cuerpo que la contenga. Y un día nos miramos en otra vida y saltan los sentidos queriendo encontrarla.

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